Después de cantar un himno, salieron para el monte de los Olivos. (Marcos 14:26)
¿Pueden oír a Jesús cantar?
¿Sería un bajo o un tenor? ¿Habría quizás un gangueo en su voz? ¿O tendría un tono cristalino y sostenido?
¿Será que cerraba sus ojos para cantarle al Padre? ¿O acaso miraba a sus discípulos a los ojos y les sonreía con profunda camaradería?
¿Sería él quien solía empezar la canción?
¡No veo la hora de escuchar a Jesús cantar! Creo que los planetas se sacudirían hasta el punto de salirse de sus órbitas si él elevara su voz de origen en nuestro universo. Pero nosotros tenemos un reino inamovible; por eso, Señor, ven y canta.
No podría haber sido de otro modo: el cristianismo es una fe que canta. Su fundador cantaba. Él mismo aprendió a cantar de su Padre. Seguramente han estado cantando juntos antes desde la eternidad.
La Biblia dice que el objetivo de las canciones es «alzar la voz con alegría» (1 Crónicas 15:16). No hay nadie en el universo más alegre que Dios. Él está infinitamente gozoso. Se ha regocijado desde la eternidad en el panorama de sus propios atributos reflejados perfectamente en la deidad de su Hijo.
El gozo de Dios es poderoso más allá del límite de nuestra imaginación. Él es Dios. Al sonido de su voz se crean galaxias. Y cuando canta motivado por el gozo, se desprende más energía de la que existe en toda la materia y el movimiento del universo.
Si Dios nos da canciones para desatar el deleite de nuestro corazón en él, ¿no será porque él también sabe cuánto gozo trae el desatar el deleite en sí mismo de su propio corazón por medio de las canciones? Somos un pueblo que canta porque somos hijos de un Dios que canta.